
Estar en primera fila frente a Ara Malikian es como asomarse al borde de un volcán en erupción de emociones, talento y luz. Aún me vibra el pecho al recordar el instante en que alzó su violín, con esa sonrisa suya que mezcla travesura y poesía, y dejó que la música nos atravesara sin pedir permiso.
Fui al concierto con mi hija adolescente y mi pareja, y no exagero si digo que vivimos una noche para el recuerdo. Ver la reacción de mi hija —mitad asombro, mitad admiración— mientras ese torbellino de rizos y energía danzaba sobre el escenario, fue quizás lo más hermoso. Porque Ara no sólo toca, sino que cuenta, ríe, provoca, se burla y abraza al público como si cada uno de nosotros fuera parte de su historia.
Y es que su historia, marcada por la huida de la guerra en el Líbano y por una vida dedicada a la música desde los cinco años, está impregnada en cada nota que brota de su violín. Hijo de familia armenia, Malikian ha recorrido el mundo, desde las más prestigiosas salas de concierto hasta los escenarios más insospechados, siempre con esa forma suya de transformar el virtuosismo en algo cercano, humano y profundamente emocional.
Entre bromas, saltos imposibles y momentos de profunda belleza, el Kursaal se llenó de algo más que música. Se llenó de vida. De esa vida que Ara lleva encima como un abrigo bordado de historia, humor y resistencia.
Salimos del Kursaal con los ojos brillando. No solo por lo que habíamos escuchado, sino por lo que habíamos sentido. Porque hay conciertos que se oyen, y hay otros —como este— que se viven.





